En el mismo convento de Santa Inés de la anteriormente mencionada doña María Coronel existía, allá por el siglo XVIII, un organista llamado Maese Pérez. El hombre era un enamorado de su oficio y ensayaba y probaba constantemente nuevos sonidos en su instrumento. Acompañaba frecuentemente al organista su hija, que le reñía cariñosamente por tanta dedicación a la música.
Años después, esta misma hija expresó a su padre la intención de ingresar como monja en el mismo convento de Santa Inés, cosa que el padre autorizó con alegría. La novicia tomó el nombre de Sor María, en homenaje a la fundadora del convento, doña María Coronel.
Los años fueron pasando y, con el tiempo, Sor María llegó a ser abadesa del convento. Al conocer la noticia, un jubiloso Maese Pérez, ya bastante entrado en años, le prometió a su hija que en la primera fiesta solemne que la nueva abadesa presidiera, se oirían “tales músicas como nunca se hubieran tocado en nuestra ciudad”.
Se corrió la voz de tal promesa por la ciudad y, como suele suceder, las opiniones eran diversas: para unos, el maestro pecaba de soberbia, otros pensaban que chocheaba y los más aficionados a la música esperaban impacientes el día señalado.
Puesto que comenzaba diciembre, la festividad no era otra que la Misa del Gallo, así que el maestro se puso manos a la obra, redoblando sus ensayos y dedicando casi todas las horas del día a intentar cumplir su promesa. Pero las notas no salían como él quería y su carácter se fue volviendo taciturno hasta que, a mediados de diciembre, enfermó de fiebres. Hubo de buscarse a otro organista, no encontrándose más que a un borrachín bizco al que llamaban “El Bisojo”, que tenía fama de mal músico.
Puerta del Monasterio de santa Inés, en la calle Doña María Coronel. |
Nunca en Sevilla se habían oído acordes más dulces ni inspirados. Bastaba cerrar los ojos para sentirse transportado a Belén y ser testigo del nacimiento del Niño Jesús. Se podían sentir las respiraciones de la mula y el buey, la nieve cayendo, el aire silbando. Los cantos de los Ángeles se iban elevando poco a poco hasta el momento cumbre de la Elevación de la Hostia y entonces … el órgano enmudeció y se oyó un estrépito brutal. Maese Pérez había caído de espaldas y no se movía; cuando subieron a socorrerlo pudieron comprobar que el organista había muerto.
A través de la tupida reja que separa la zona de clausura de la iglesia podemos entrever el órgano de Maese Pérez. |
Durante meses se estuvo hablando en la ciudad del triste suceso y de la magnífica interpretación que había efectuado Maese Pérez hasta el momento de su fallecimiento. Tantas fueron las alabanzas, que el Bisojo, que se había quedado de organista en Santa Inés, se comprometió a tocar en la Misa del Gallo tales músicas que no desmerecieran las del fallecido organista. Conociendo el paño, los chuscos y bromistas no tardaron en hacerlo objeto de sus chanzas y, unas cosas con otras, el convento de Santa Inés volvía a estar a rebosar un año después.
Comenzó la Misa y todas las miradas se dirigieron hacia el organista. El aparato no sonaba y el Bisojo manoteaba desesperadamente los registros y pulsaba el teclado, pero del órgano no salía nota alguna. Siguió insistiendo largo rato y, finalmente, tuvo que dejarlo por imposible. La Misa había ido transcurriendo y sonó la campanilla anunciando el momento de alzar. El Bisojo se arrodilló junto a la barandilla y, en el momento en el que el sacerdote elevaba la Sagrada Forma, el órgano comenzó a sonar solo; era el mismo acorde grandioso de Maese Pérez que la muerte interrumpió el año anterior. Y tras éste, nuevos acordes siguieron, tan etéreos, dulces y celestiales que no parecían obra humana. Cuando la Misa terminó, el órgano emitió la última nota y quedó mudo con una especie de suspiro.
Entonces, el público de la iglesia, que no quitaba ojo del instrumento, pudo ver una sombra de un hombre viejo, sin afeitar y despeinado que se desvaneció misteriosamente. Era Maese Pérez, el organista, que había vuelto de ultratumba para cumplir la promesa hecha a su hija en el convento de Santa Inés.
Azulejo colocado en el patio del torno, en el que recuerda esta leyenda. |
me encantaa
ResponderEliminarYa mí me encanta que te encante.
ResponderEliminarGracias.
¡Que hermosa leyenda!, que si no fué verdad, merecía haberla sido; propia del más romántico de nuestros poetas, Gustavo Adolfo Becquer.
ResponderEliminar¡Me ha encantado tu post! he disfrutado mucho leyendo acerca de Maese Pérez. De hecho, le he dedicado unas líneas ahora que nos encontramos en el año Bécquer. Me parece que su leyenda es un auténtico homenaje a Sevilla y muestra un poco de esa nostalgia que sentía el poeta. te dejo el link por si quisieras echarle un ojo. Saludos
ResponderEliminarhttps://daviddemedina.es/2020/02/26/maese-perez-el-organista/