Existe
una leyenda, relatada en primer lugar por Ortiz de Zúñiga, más tarde por Justino Matute
y finalmente rescatada por el maestro Manuel Barrios, recientemente desaparecido,
que nos narra la aventura de María, la esposa de Cosme, el sastre de la Alcaicería de la Seda.
Fotografía de la Plaza de San Francisco. Al fondo se encontraba la entrada a la Alcaicería de la Seda. |
De
los hechos que voy a narrar a continuación existe una versión moderna de la que ignoro procedencia y que repiten todos los que, como yo, se dedican a relatar
acontecimientos curiosos acaecidos en nuestra ciudad. Sin embargo, ateniéndonos a los autores citados, todos ellos reconocidos como eminentes eruditos de la historia de nuestra ciudad, narraré lo que realmente aconteció.
Nos cuenta don Manuel Barrios que vivía en la Costanilla una hembra de bandera por
la que suspiraban los mocitos y no tan mocitos de Sevilla. Allá donde pasaba
María (que no Manuela) se armaba un guirigay que no cesaba hasta que el revuelo
de su falda desparecía por la siguiente esquina.
María, la protagonista de nuestra historia. |
Desde los tiempos de los musulmanes existía en la ciudad un espacio que llamaban Alcaicería de la Seda. Estaba formado por un tramo de la actual calle Hernando Colón (antigua de Tundidores) más las laterales, Florentín y Rodríguez Zapata (antes calle de Alfayates). Gozaba de gran fama, pues el género que esta Alcaicería se vendía era "de alta gama", que diríamos hoy: objetos de plata, gemas, joyas, ricos paños y exóticas sedas. Se cerraba por las noches mediante dos postigos, uno situado a la altura de la calle Florentín (Arco de Traperos) y otro en la parte más cercana a la Puerta del Perdón de la Catedral (Arco de la Rosa).
Tenía
en aquellos días del siglo XVII negocio en la Alcaicería de la Seda un sastre
catalán llamado Cosme Seguano. Hombre más huraño que serio era, de trato
difícil y modales hoscos quien, a pesar de todo, llegó a obtener una nutrida
clientela de personas importantes merced a su buen hacer con la aguja y el hilo.
Un aspecto semejante a este debía tener la Alcaicería en época musulmana. |
Cosme, sastre de la Alcaicería de la Seda. |
Se
encaminaba el alfayate un día a entregar unas prendas cuando, a la altura de la
iglesia de San Isidoro, se cruzó con María. Esta cruzó con él una mirada pícara
y divertida que dejó al sastre prendido hasta las trancas. Cortejó Cosme a la
muchacha y, sin saber si por dulces palabras o por el sonido de las monedas de
su bolsa, el caso es que el barrio se sorprendió cuando María anunció el
compromiso con el catalán.
No
pasaron ni dos meses cuando se celebró la boda. Nadie se lo creía: “¡si los
separan más de veintidós años!”, decían las matronas, asomadas a los portales
para ver pasar a los novios. El caso es que al poco tiempo, (se ve que el marido
no le daba a su mujer el cariño que necesitaba), la moza entabló cierta “relación”
con un capitán de arcabuceros de los Tercios conocido como don Gonzalo.
Las comadres comentan el enlace. |
El
sastre, tonto no era, conoció rápidamente por terceros el romance de su joven
esposa (a los sevillanos nos encanta eso de apagar incendios con gasolina), aunque prefirió hacer oídos sordos; aunque de carácter colérico, en
realidad era un cobarde que ni se atrevía a castigar la infidelidad de su
mujer como era costumbre en la época (o sea, apiolando a los amantes), ni a denunciarla ante las autoridades, ya fuesen civiles o eclesiásticas. Sin embargo, a ello se vio
obligado, pues María, y su aguerrido soldado se fugaron una cálida noche
de otoño.
Don Gonzalo, el amante de la moza. |
No le
quedan excusas a Cosme, así que acude al Tribunal del Santo Oficio para
denunciar el adulterio. Prenden a los fugados con rapidez y son condenados a ser quemados en la
hoguera de la plaza de San Francisco el día 23 de octubre del año del Señor de
1.624.
En
la ciudad no se habla de otra cosa. Las opiniones están divididas; los hay a
favor de la pena, que para algo está la ley, en tanto que otros opinan que el sastre ya sabía dónde se
metía cuando se casó con tamaña yegua de pura raza.
María se lamenta en su celda. |
Con
todo el aparato de tan siniestro espectáculo ya montado le salen a los
adúlteros unos defensores inesperados: los frailes del cercano convento Casa
Grande de San Francisco, por aquel entonces todavía situado en lo que hoy es la
Plaza Nueva y aledaños.
Cuando se iba a cumplir la pena tras negarse una vez más el cornudo
a perdonar a los condenados, salieron a través de la portada principal del
convento (lo que actualmente se conoce como el Arquillo del Ayuntamiento) no
menos de doscientos franciscanos portando un Santo Cristo con el que se
dirigieron al patíbulo. Sospechando sus intenciones, los soldados que lo
guardaban abrieron fuego sobre los frailes, varios de los cuales quedaron
heridos sobre el pavimento. No se amilanaron los religiosos y continuaron su
camino hasta colocar el Cristo ante el sastre, pidiéndole el perdón para los
adúlteros. Se sigue negando el ofendido, de modo que los franciscanos se
vuelven hacia la multitud, que contempla entusiasmada el episodio (ríete tú del Sálvame Deluxe), exclamando:
Un auto de fe como el mostrado esperaba a los adúlteros. |
- - ¡Ha dicho “yo la
perdono, yo la perdono”!
A lo que Cosme contestaba, voz en grito:
- - ¡No, he dicho “no la
perdono, no la perdono”!
No
obstante, pueden más doscientas gargantas que una sola y los curiosos se
pusieron rápidamente del bando de los condenados, obligando al marido engañado
no solo a perdonarlos, sino a costear la dote de María para que pudiera
ingresar como novicia en un convento.
La novicia se arrepiente de sus pecados. |
Peor
suerte corrió don Gonzalo, que tuvo que responder ante la justicia civil, que
lo condenó a galeras, falleciendo pocos meses más tarde. Los frailes debieron
curar heridas (a Dios gracias ninguno murió) y chichones, así como defenderse de
la Inquisición por meterse en camisa de once varas, pero finalmente la sangre
no llegó al río.
De
todos estos hechos quedó constancia en una coplilla que se cantaba por las
calles de la ciudad:
Todos
suplican a Cosme
Que perdone
a su mujer,
Y él
responde con el dedo:
- Señores, No puede ser.
Estos
hechos se conocen como la leyenda de la Maldegollada. Hoy día, esta
denominación puede causar extrañeza, pues a María no se le iba a cortar el
cuello, ni decapitar, sino a ahorcar. Hay que considerar, pues, la otra
acepción del verbo “degollar”, que no es otra que “eliminar o ejecutar”.
Espero que os haya gustado esta curiosa historia.
Espero que os haya gustado esta curiosa historia.
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